Llegué a Pekín el 19 de julio, gracias a una generosa beca del Ministerio de Cultura. Me propongo elaborar un elan poético a partir de una anécdota histórica: la renuncia de China a colonizar África en el s.XVI, tras descubrir y conquistar Madagascar. Esa retirada casi introspectiva de toda una civilización me parece digna de una larga epopeya, y pienso enlazarla con entrevistas a J.G Ballard y William Burroughs del youtube. Increíblemente, en el Ministerio ha colado, así que aquí me tenéis.
Aprovechando la amabilidad del secretario del agregado cultural de la embajada (un becario simpatiquísimo y la primera persona totalmente abstemia que conozco) he presenciado algunos acontecimientos deportivos que han protagonizado nuestros representantes. La victoria de España frente a China en la primera fase del campeonato de baloncesto, por ejemplo. Agónica. Casi perdemos. Hay que ver.
También presencié la regata en la que Natalia Via-Dufresne consiguió la medalla de bronce, a bordo de un velerito y en compañía de una amiga. Los Vía-Dufresne son una familia de abolengo y rancia; las primeras regatas de los pequeños Dufresne se celebraban entre las pérgolas-boya de su casa de campo en Ävila, mientras papá Dufresne cenaba con Juan March y los duques de Alba. Una hermana de Natalia, Begoña, ya ganó una medalla de plata en vela en otra Olimpiada, la de 2004 supongo. A mi llegada de Londres, en 2006, conocí en Madrid al marido de Begoña Via-Dufresne, Alberto, que me colmó de regalos mal elegidos. Alberto tenía el complejo de inferioridad típico del post-braguetazo, y yo le hice ver que las largas piernas y los millones de Begoña (y su plata olímpica, sostenida por una figurita de Miquel Barceló en la antesala del dormitorio) no tenían, en sí mismos, ninguna relación con su poca o mucha masculinidad. Al poco consiguió ascender en PriceWaterhouse y dejó a su mujer. Yo por entonces ya me había mudado a Valencia y estaba tan contenta.
Las exhibiciones deportivas son un síntoma de la derrota de las luces, del triunfo de la superstición, como lo son también la religión o la fantasía infantiloide. La desoladora sensación de vacío que aparece tras la cuarta o quinta repetición de la fórmula “hemos ganado” revela además que es una forma especialmente endeble y estúpida de irracionalismo; cualquiera se entretiene mucho más tiempo con novelas o con chacras. Pasear hoy por Pekín, una ciudad tomada por el espectáculo deportivo, provoca una severa sensación de irrealidad: los héroes cometen sus hazañas a nuestro alrededor, y nosotros callamos expectantes esperando las consecuencias fenomenológicas de un nuevo record del mundo en 200 metros braza. Cuando, tras cinco segundos de empatía con el speaker del pabellón, la epifanía no se produce aparece la frustración ¿Cómo pudimos ser tan estúpidos? Ni las barras paralelas ni la lucha grecorromana iluminan el camino del ser, me susurra el agregado, que está haciendo un curso on-line sobre Heidegger. Y yo, que siempre he preferido a Hannah Arendt, tengo que reconocer que tiene toda la razón.