Alguien dijo –empieza por K.- que uno debería escribir como si ya estuviese muerto. Sé que es de mala educación (además de una petulancia) iniciar una crónica con una frase plagiada, y ni siquiera citar el nombre completo de su autor. Pero es que el siguiente texto está escrito desde la sinvergonzonería y la petulancia (ambas imprescindibles para acometer el inexplicable acto de escribir).
Hay palabras que en su significante interpretan a la perfección su significado. Petulancia es una de ellas, también obsoleto, cochambroso o furúnculo. Con otras ocurre lo contrario, como diáfano y perspicuo. O deleznable, cuyo significante está tan alejado de su significado que ha acabado significando otra cosa (todavía no aceptada por los académicos). O pusilánime que nunca se me antojó falto de ánimo (más bien me suena a violencia); o frugal que siempre lo entendí como copioso, cuando significa poco abundante (¿o es al revés?)
¡Ay, que me pierdo!, ya me estoy dispersando y apenas llevo dos párrafos. Digo que uno debería vivir como si ya estuviese muerto. La variante -escribir por vivir- sí que es propia, a menos que alguno de los seiscientos mil millones de mis ancestros la hubiese pronunciado, escrito o, incluso, imaginado anteriormente (en cual caso, no duden en escribirme a yolopenseantes@yahoo.com; prometo subsanar el error histórico).
Comencé a vivir de manera póstuma hace unos años; no podría fijar el momento exacto, más bien se trató de un proceso suspendido en el tiempo. Más tarde leí en El lobo estepario un párrafo que no recuerdo ni pienso buscarlo para citarlo (si pretendo escribir un libro de memorias no recabar datos que he olvidado). Venía a decir algo así como que si el suicida logra frenar las ansías de acabar con su vida, puede llegar a la máxima plenitud durante el resto de su existencia. La vida comienza entonces a adquirir profundidad, cualquier actividad cobra un peso relevante (el reencuentro con un amigo, un paseo por un parque, una visita a un museo). En la vida póstuma, uno tiene la sensación de estar experimentando con la existencia de otro, como si se la hubiesen prestado o alquilado a bajo precio. Nada mejor que pensar en la vida propia como ajena, pues desaparecen miedos y complejos que agarrotan la existencia. El hecho de estar vivo adquiere entonces cierto aire de despreocupación, donde nada resulta realmente importante. Se asume cada segundo como el último, ante la convicción de que en cualquier momento pudiese regresar el propietario de esa existencia prestada para que le fuera devuelta.
(A estas alturas, cualquier editor o crítico con un mínimo de rigor ya habrá abandonado la idea de seguir leyendo este manuscrito. Lo entiendo, no pasa nada. Espero por lo menos me envíen una carta donde me agradezcan mi intento de formar parte del catálogo de su editorial o conseguir una reseña en su revista literaria. Casi mejor quedarme sólo con ustedes, lectores llanos e ignorantes -les guiño un ojo, les beso los labios, escupo en sus pechos- porque, liberado de la presión de ser juzgado por la sabiduría de críticos y editores, me siento capacitado para plasmar lo que realmente quiero contarles). Sigo.
A partir de ahí, se produce una progresiva aceptación de la condición de suicida permanente, capaz de aguantar estoicamente el insoportable absurdo de seguir vivo. En la vida póstuma, se aspira a que cualquier actividad adquiriera dimensiones epopéyicas, de tintes místicos, por lo que el suicida comienza a desentenderse paulatinamente de sus obligaciones más mundanas, como la visita a entidades bancarias, la asistencia a bodas y bautizos, la búsqueda de aparcamiento, la renovación del carné de identidad, las colas en el supermercado, el uso de interné y móviles o, incluso, tareas más elementales, como alimenticias o higiénicas. Los síntomas son conocidos (para los que lo han experimentado): uno deja de sentirse hombre o mujer, blanco o negro, nacionalista o apátrida, guapo o feo, creyente o ateo, del Madrid o el Barcelona, para concebirse como una insignificante partícula molecular –o molécula particular-que pulula en la inmensidad del espacio cósmico. Liberado de la enfarragosa tarea de emitir opiniones, juicios o impresiones, se introduce en una especie de relativismo mágico donde adquiere una inquietante plenitud. Siente que la felicidad suprema está a la misma distancia que la extrema tristeza, incluso puede llegar a confundirlas, por lo que trata de encontrar un estado de equilibrio donde, ni una ni otra, se asomen demasiado. Paulatinamente, comienza a perder contacto con lo que se conoce como realidad. Asume que la verdad es la mentira perfecta, la más difícil de desarmar, por lo que practica un juego de mentiras para resultar lo más sincero posible. Empieza a sentirse más incomprensible que incomprendido. Nótese la diferencia. El incomprendido puede aguantar su postura en sociedad (incluso se comporta con aires de superioridad, donde si los demás no le comprenden es porque todavía no se han enterado); para el incomprensible es totalmente imposible soportar su condición. Es entonces cuando inicia una fuga sin fin, un zangoloteo inexplicable a juicios ajenos. Piensa que estar en todos lados es la única forma posible de no estar en ninguno. Se ausenta, vive en otra parte que inventa. Construye rascacielos –valga la metáfora- que destruye de un plumazo por una propensión enfermiza a la provisionalidad de sus actos. No soporta la densidad de la rutina, el hedor de las costumbres, de ninguna de ellas. Aparece y desaparece como ente fantasmagórico, no fija lugar de residencia ni trabajo estable, se desprende de bienes materiales que supongan un lastre en su transitar, mantiene una relación de amor-odio con las heces esclafadas en sus calzones, duerme en camas ajenas, improvisa armarios con cajas de tomates y espejos con cristales rotos, no sostiene relaciones de cotidianeidad, asume que el porvenir ya no está por llegar. Nunca se despide porque sabe que, tarde o temprano, estará de vuelta. Respeta las distancias, exprime los reencuentros. Sus allegados se lo imaginan inmiscuido en actividades importantes, cuando lo cierto es que pasa cada vez más tiempo en posición tumbada, se despierta tarde, en habitaciones de persianas estropeadas, hasta que sus ojos escuecen de tanto permanecer cerrados; a veces, se descubre poniéndose el pijama a las cuatro de la tarde. El ser póstumo comienza a postergar citas (algunas de manera eterna), a eludir toda clase de responsabilidades de carácter social. En este sentido, podríamos hablar de un ser más inadaptable que inadaptado (los parámetros diferenciales son semejantes a la dicotomía incomprensible-incomprendido). Porque no se trata de un ser insociable, al contrario, su condición de vivo en calidad de prestado le otorga una habilidad pasmosa para las relaciones sociales; al no reconocer su yo como propio, consigue con facilidad transformarlo al gusto de sus interlocutores, que gozan ante él una aliviadora sensación de libertad. Pero su asombrosa capacidad para entender cualquier postura humana se acaba volviendo en su contra: acaba por no comprender a nadie. Inicia entonces un progresivo proceso que podríamos llamar (des)sociabilizador: no se siente solo, se sabe aislado. Y es entonces cuando sonríe al ritmo del sonido de gaitas y susurros de duendes que se acumulan en su cerebro. PI
11 feb 2008
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