Hubo un tiempo (cuestión de meses) en los que me dio por pensar que cada vez que me dormía ya no despertaría. Intuición onírica, una mosca en mi almohada, cosquilleo ciclotímico del que no sabe si desea morir en la profundidad del sueño. Por si acaso, antes de dormirme, dejaba mis cachivaches ordenados (algo totalmente inaudito), una carta bajo la almohada con un pasatiempos incompleto dentro y la Biblia abierta por San Pedro (pensaba que le daría un toque excéntrico a mi obituario). Nunca le confesé a nadie aquel presagio, ni siquiera a Ariadna, la chilanga con la que por aquel entonces compartía cama y mal aliento. Eso sí: la penetraba como nunca, como si fuese la última vez que lo hiciera. Después me dormía, no sin antes fumarme un cigarro con sabor a despedida. En penumbra, imaginaba mi entierro con canciones de The Pogues en el sepelio. Cerraba los ojos sonriendo, y fingía mirada de ultratumba. Cruzaba los brazos sobre mi pecho, ridículo gesto que en aquel momento interpretaba como ritual adecuado. Imaginaba a Ariadna descubriéndome cadáver al amanecer, su cara estupefacta (qué fea eras por las mañanas), avisando a mi familia, y la ambulancia, y el juez, y la sospecha de que ella me hubiese envenenado, y mi tedioso entierro. Mira que les avisé que no quería sermón ni cura, sólo The Pogues, mucha sangría y pocos versos.
Despertaba de mal humor. Reconocerme vivo me provocaba un malestar que transportaba durante el día. Salía temprano a la calle, en pijama y coléricas legañas. Con gestos de superviviente y barbas de naufrago caminaba hasta el Zócalo (en aquella época rentábamos un cuarto en la calle Allende). Tocaba el cambio de turno del personal de limpieza, desayunando tequila en la ciudad de la esperanza. Buscaba que el ritmo de mis pasos fuera diferente a los de la muchedumbre, levantaba la falda con la mirada a las adolescentes, ignoraba a indios y mendigos. Repudiaba a los viejos que caminaban doblados, buscando en el concreto un lugar donde cavar su agujero. Me plantaba en medio de la plaza, centro energético del cosmos según las guías turísticas del Distrito. Y dudaba de seguir vivo, de que alguien lo hubiese estado en algún momento. ¿Y si todo fuese una ilusión óptica, un espectro gigantesco? En el siglo XVII unos escribas rumanos interpretaron el Génesis en versión somnolienta: cuando Dios descansó ya no se volvió a despertar. El resto sólo es el reflejo de su sueño infinito. Dios existe, ¿pero existimos nosotros?
La realidad se difuminaba, menguaba a cada paso. Hojeaba las portadas de los diarios, las noticias de siempre: marines en Irak, el fondo monetario internacional, el homicida múltiple de Manhatan, un terremoto al norte de Pakistán. Ficción. Entraba en la Catedral, clavaba la ojeriza mirada en sus paredes homicidas de templos aztecas que, a su vez, fueron construidos sobre las ruinas de civilizaciones anteriores. Ceremonia destructiva. Tautología de la Historia acontecida en capas superpuestas, donde idénticos zánganos crearon los mismos dioses con diferentes nombres para paliar la infinita zozobra de saberse suspendidos en la inconsistencia del vacío. Secuencias reincidentes, calcadas consecuencias. ¿La Historia se repite o fue siempre la misma? ¿Cuánto tiempo llevaba observando la bóveda de la Catedral: dos minutos, seis quizás, siete días, dos meses, un millón de años? Mil maha-yugas es un kalpa. Quietud cíclica como resultado de multiplicar el movimiento inerte por el tiempo dividido entre la velocidad empleada en enterarnos. Si lo pensó Borges lo pensamos nosotros, pensaría Borges y también nosotros (petulancia de falso erudito).
Recordaba entonces los senos de Ariadna, sus pezones de veinte pesos. Sería mejor si regresara a casa. Caminaba por calles con nombres de países centroamericanos, las más pestilentes del centro. Malolientes cantinas, mesalinas apestosas, tianguis atestados. Tanta hediondez calaba en mis agravios. Voces internas me exigían regresar al espacio exterior donde la razón todavía guardaba justificaciones y caían los días en el calendario. ¿Para qué?, les imploraba. Una picarona prostituta de doce años me aconsejaba que no les hiciera caso, que volviese a mi refugio. Agradecido, le prometía que un día emplearía el tiempo en crear un centro de apoyo a los irredentos que les ayudará en su reinserción social para convertirlos en serviles obreros o disciplinados soldados dispuestos a trabajar por cuarenta y ochos pesos diarios, salario mínimo regulado por el distinguido Ministerio del Trabajo. Hoy no, otro día, te lo prometo.
Cuando llegaba a casa, Ariadna ya había salido a su trabajo de mesera en un restaurante de comida libanesa en la calle Orizaba, chamba con la que mantenía mi neurastenia (¿dónde andarás mecenas? Si lees esto, por favor, llama). Pasaba las tardes en la estéril vorágine de las horas muertas. Me leía un libro, un café me sorbía, me consumían los cigarros, me escuchaba Iván Ferreiro. Me sobraban horas en el reloj estropeado. A través del microondas accedía a espacios fosforescentes donde estaba de moda decir la verdad y pasear en bicicleta. Una sociedad perfecta de seres esquilmados por la profusión sincera de sus más lóbregos pensamientos. El gobierno del lugar promovía la verdad como arma arrojadiza con la que mantenía atemorizada a la población. Revoltosos activistas eran encarcelados por promover cambios sociales a través de la recuperación de su restringido derecho a proferir mentiras. Grupúsculos armados combatían al ejército que defendía la verdad contra la mentira insurgente, que abogaba que otro mundo mejor todavía era posible. Aquel mismo día, un hombre había hecho estallar una bicicleta-bomba frente al Ministerio de la Certeza. Otros preferían pedalear hasta un acantilado cercano, incapaces de soportar la verdad constante, la verdad plúmbea, la incorruptible verdad. Hemos nacido para nada, deja lo que estés haciendo, se escuchaba en los altavoces colocados en las calles por el comité de la Sinceridad Suprema, órgano religioso de aquel espacio fosforescente del que regresaba cuando Ariadna entraba por la puerta.
“¿Qué? Otro día poniendo orden al Universo”, me decía con socarrona ternura mientras lanzaba su gabardina al suelo. Sin pedir permiso, se recostaba a mi lado en el diván. El molesto roce de su piel me devolvía a la vida por un momento. Cenábamos comida libanesa que ella robaba a unos cristianos de Beirut. Mientras, me narraba con ojos asustados su huída de aquel día. Ariadna sufría de manía persecutoria, una psicosis que me parecía divertida. Caminaba zigzagueante las aceras para despistar a sus fantasmas. Se sentía perseguida por fotógrafos de National Geografic, hordas de ambulantes o sucios gatos que le esperaban a la salida del trabajo. Le aconsejaba que anduviera de espaldas y que tuviera cuidado al doblar las esquinas. Después de cenar, Ariadna susurraba sus quejas por miedo a que las escucharan sus perseguidores. Levantaba discreta sus talones al caminar hasta la cocina donde, sin prender la luz, disolvía su vida en pastillas. Discreta presencia del que huye para no estar más consigo.
Después, otra noche: último polvo, último cigarro, mirada de ultratumba y la Biblia abierta por San Pedro. Mañana despertaría muerto. Aquella sensación fue pasajera -tres o cuatro meses- días felices comparados con éstos, en los que he aceptado el trato: yo ya no pienso y ellos me pagan un sueldo. Desde entonces sufro insomnio. No por miedo a dormir y morir en el sueño, si no por lo contrario: detesto asumir que muero y abrir los ojos de nuevo. Equilibrista dando brincos en cuerda floja sobre el abismo, la agridulce congoja de saberse vivo. Eso que otros llaman futuro.
18 feb 2008
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