En el último año he disfrutado de tres periplos de alejamiento (y desconexión) del trepidante ritmo urbanita en el que me reconozco e inserto: la primera fue en Río Dulce, pequeña aldea guatemalteca donde una amiga trabaja en una isla-orfanato situada al otro lado del río; la segunda en Navolato, en el norteño estado mexicano de Sinaloa, donde habité una solitaria casa frente al mar, generosamente prestada por un ex ejecutivo mexicano que había conocido en una cantina de Guadalajara. La tercera, en el desierto del Sáhara, donde me encuentro ahora.
Cada vez que me alejo por un rato de los ruidos citadinos, reflexiono sobre la cantidad de artificios y oropeles con los que embadurno mi transitar existencial. No se trata de convertirse en un buen salvaje u hombre cavernario, sino de saber diferenciar mis necesidades básicas (de las que puedo extraer satisfacción) de las impuestas socialmente (que me causarán frustraciones, quebraderos de cabeza y excitación de hemorroides).
Resido en una tienda ubicada en una base de cooperación internacional, en el corazón de los campamentos de refugiados saharauis. Aquí mis mínimos existenciales de hombre contemporáneo están garantizados: aunque no haya bar, sí que hay algún vecino de tienda dispuesto a compartir unos tragos de alguna botella que trajo la última vez que viajó a la ciudad; el hecho de que no haya bibliotecas incluso puede resultar beneficioso: uno se vuelve más selectivo con las lecturas que carga en la mochila; aunque no haya cine, las películas en un portátil se disfrutan más contempladas en un desierto que es de arena pero que también se define por la ausencia de eventos prescindibles: cenas sociales, presentaciones de libros, entrega de premios, conciertos, conversaciones triviales, visitas incómodas… Por tener, tengo hasta interné, cobertura en el móvil y una chinita escondida en un tablero de backgammon; insisto que no me reconozco en el hombre cavernario, sino en el hombre liberado de asuntos absurdamente considerados imprescindibles. No es fácil, lo sé, la batalla es titánica contra las necesidades impuras: búsqueda de reconocimiento exterior, inflación de expectativas laborales, presiones familiares (ciertas o fabuladas), exhibicionismo del ego, sobreestimación social del propio talento… todo ello me convierte en un ser en constante contradicción con su yo interno, que sólo me exige un minimalismo existencial que cubra mis necesidades básicas y rechace las otras. Esa es mi lucha.
Como podréis imaginar dispongo de un montón de tiempo para mí mismo, que empleo en recuperar la perspectiva de quién soy y qué espero de estas vacaciones que nos otorga la muerte (lo que vulgarmente conocemos como vida). También dejo un hueco para Bostezo; desde esta oficina sahariana trabajo en el enfoque editorial de LA INFORMACIÓN COMO SOSPECHA, el ángulo que cohesione los diferentes artículos de los que se compondrá el dossier. Pero ese será otro post. Ya os iré contando.
12 abr 2008
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